jueves, 11 de noviembre de 2010

Un minero más


En un martes y miércoles de una semana poco común el mundo (y cuando digo el mundo puedo asegurar que así fue) fue testigo del rescate de 33 mineros que durante 69 días vivieron la peor o mejor experiencia de su vida.



Vivir a más de setecientos metros de profundidad totalmente ajenos a la rutina y con sus gargantas casi rendidas por la desesperación de no ser escuchadas, estos hombres añoraban volver a su vida habitual. Sin embargo, estos hermanos chilenos nunca estuvieron solos, su país y el mundo entero les acompaño de forma física, solidaria, inclusive espiritual.



En ese momento en que el mundo se detuvo para presenciar la “liberación” de estos hombres aguerridos y esperanzados, no dejé de pensar por un instante que el filósofo inglés Thomas Hobbes no había sido tan acertado en decir que “el hombre es malo por naturaleza”.



En esos minutos, mientras la cápsula subía y bajaba mi mente y alma se sentían orgullosas de la humanidad, -es increíble que aún se puede creer en los humanos- (o en las acciones de humanidad que producen). Creyentes o no creyentes, todos esperaban que dicha travesía culminara satisfactoriamente.



La alegría se le notaba a todos en el rostro, y cómo no sentirla después de semejante acto, pero era inevitable pensar que allá afuera, en la superficie habita un minero más, uno que lleva días, meses incluso años atrapado en las profundidades de su propio cuerpo y ser.



Hay un minero en la calle, en el hospital o en la cárcel, que también está pidiendo que lo ayuden. Este hermano grita que lo dejen salir del hueco que lo convirtió en la persona que nunca creyó ser.



A este vecino, conocido o desconocido no le importan si las cámaras captan el momento de su salida, él tan sólo añora que alguien lo esté esperando cuando eso pase.



Si la humanidad fue capaz de solidarizarse con 33 personas que vivían a miles de kilómetros de cada casa, asumo que debe ser mucho más fácil hacerlo con este minero del que les he venido hablando. Un amigo que está tan cerca de nosotros.



Sólo basta con abrir la puerta, sólo basta con caminar unas pocas cuadras o leer el periódico para descubrir que existe un minero más que anhela ser encontrado por su hermano y como el ave fénix renacer de las profundidades.

miércoles, 6 de octubre de 2010

"Cosas de fe"






¡Fe!, o “costumbre”. Desde el momento en que llegué a este mundo, mis papás no me han dejado de hablar de la existencia de un Ser Supremo; del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Esas semillitas que poco a poco fueron abonando en la tierra de mi ser, podrían ser la causa de que hoy, crea fielmente que en cada paso dado, existe una intención divina.



Muchos se podrían plantear que, mi construcción ha sido a base de ideas preconcebidas y recicladas, de ideales dogmáticos heredados a través del tiempo. Tal vez no me he unido al grupo de los “pensantes dudosos de la fe”, a lo mejor no soy tan “racional” como lo suele ser el ser humano. Quizás traigo encima una escafandra, la cual no me permite escuchar a nadie más.



Sé que hay mil teorías para cuestionar la existencia de Dios; pero de igual forma, he creado mi propia teoría, no tiene pruebas científicas, tampoco realicé encuestas para probar las variables, sólo utilice el método de la “observación”.



Salí una mañana a ejercitarme; como es usual, me puse mis audífonos y mientras caminaba, las melodías exquisitas hacían una fiesta en mis oídos. En el trayecto encontré a un joven que no podía escuchar y que sólo por señas lograba captar una que otra idea. Me detuve un momento para observar, no porque me impresionara la imagen de aquel caballero, sino que me permitió comprender que: escuchar mi música, la bocina de un carro o los gritos de los chiquillos del barrio, no eran simples pasajes de lo cotidiano, eso era parte de un regalo divino. Dios me estaba diciendo algo….



Más tarde regresé a mi casa, me senté en el sillón de la sala; mientras me comía una manzana fresca y roja, las páginas de una revista me hicieron de nuevo observar; un artículo sobre la pobreza y el hambre, me hizo un nudo en la garganta y me obligó a analizar que, el comerme aquella fruta no era obra de la Ley de la Gravedad, era simplemente otra bendición sosegada.



Esa noche, en mi cama, mis ojos no aguantaban el peso del cansancio ni la conciencia, por todo lo que ese día había podido observar, hice un detenido repaso, y pese a todos los “cuestionamientos” que me pude plantear, ninguno fue tan enérgico como presentimiento que tenía, esas “cosas” me pasaban por el alma, que ni con todos los eruditos juntos podría explicar.



Quién sabe, a lo mejor mi teoría es la más empírica, o parezca discurso retórico… En fin, sólo es cuestión de un poquito de eso, a lo que muchos de nosotros de cariño le llamamos FE.

jueves, 15 de julio de 2010

El último de los caballeros

Subir y bajar de un autobús es un patrón habitual en mis días. Encontrar un lugar para sentarse, mientras “viajo” en tan aglomerado medio de transporte, en especial en las comunes horas pico es toda una tragedia griega.

Sin embargo, en uno de tantos caminos recorridos, las monedas del destino jugarían diferente. Un hombre cuyo rostro no me será posible recodar, pero que sin querer se convirtió en actor de un imborrable capítulo quijotesco de mi memoria.

Don Fulano levantándose de su asiento, me brindó su lugar sin excusa y para mi pálida impresión, sus palabras fueron dardos impetuosos para mis oídos: “¡pocos, pero quedamos!”.

Sin mucha rabieta tomé el lugar agradecida, y durante todo el recorrido conmemoré la existencia de una raza de seres que hace mucho no veía en las calles; hombres casi mitológicos, que formaban parte de las historias de ciencia ficción que me contaban mis abuelas. Esos, los tan codiciados caballeros.

No podía dejar de decirme a mi misma, que ese personaje formaba parte de alguna estirpe ancestral. Hubiese apostado que el hombre de traje viejo era prófugo de la tierra de los nobles relegados.

A lo mejor quería demostrarle a alguna fémina, que aún no era tiempo de perder las esperanzas. Me hizo sentir que en los recovecos de la ciudad, caminaba un mortal que había comido del fruto meloso de los dioses, y en sus venas llevaba el arma capaz de conquistar las batallas peleadas contra Afrodita.

Misteriosa alegría me deparó esa tarde de autobús. Entre una sonrisa trémula y mirada alentadora, mis afirmaciones sobre la muerte del último de los caballeros mantenían su sigilo y un inquebrantable augurio.

jueves, 13 de mayo de 2010

¡Eh Sabina!


“Hice un solo desafinado con las cenizas del amor las verbenas del pasado cangrenan el corazón”; con su voz ronca, apariencia escuálida, y su típico bombín, el Genio de Úbeda salió al escenario a las 8:32 de la noche para empezar una velada, que quienes la esperamos por más de cinco meses, inclusive años, sabíamos que sería auténtica y llena de sentimientos encontrados.

Durante las horas de larga fila, no se dejaban de escuchar los coros de las melodías del “Flaco”, no importaban las caras, los acentos, el vestuario o la intensión que llevaban los “sabineros” esa noche, todos al unísono añoraban el momento en donde le podrían aplaudir al “hombre del traje gris” y acariciar cada estrofa y saborearla como a un buen vino tinto.

¡Gracias a la vida!, la fortuna me sonreía, estaba disfrutando tan cerca de esa muestra de buen arte y deleite musical, tenía frente a mí al hombre que con sus canciones, en distintos momentos de mi fábula construían una fragmento. Ahí estaba tan aferrado a su guitarra y acompañado de sus músicos, que al igual que él eran extravagantes, pero sin duda igual de intensos y amantes de la bohemia y una que otra anécdota.

Un piano, un bajo, más de una guitarra, voces masculinas encantadoras y la voz sensual de una mujer fueron parte de su noche, de la noche de todos sus admiradores. Entre poemas, ocurrencias, frases sobre la vida y el amor, Sabina más que ofrecer lo que tenía , nos daba la impresión de que recibía aquellos aplausos y coros con tanta gratitud, que no se guardaba nada para sí mismo; dejó salir lo mejor de su música, su gracia y su acostumbrado tono irreverente.

Fue un acto de reciprocidad, todos nos dimos por complacidos, y cuando menciono con propiedad “todos”, no es por adueñarme de la palabra de los demás, pero con lo que observé esa noche, era tan palpable contemplar tales emociones. Podríamos haber cantado por horas, qué importa, queríamos que nos dieran las diez, las once, las doce, la una, las dos y las tres, viviendo fervorosamente aquella ilusión que nos embarga plenamente.

Aquella sonrisa pícara que se reflejaba en el escenario, era muestra de que el intérprete de “Tiramisú de Limón”, no quería dejar de cantar y hacer más de un ademán para que su público no dejase de vibrar con cada acorde y melodía. El juego de luces, el calor del momento y los incrédulos instantes del cercano final, sólo nos dejaban abrazar las últimas canciones para poder soñarlas al regresar a casa, luego de una función exquisita.

Irremediablemente, aquel concierto se convirtió en parte de las historias de juventud, que he de contarle a mis amigos y amigas en alguna noche de bohemia y usanzas. Tal vez contaré que “Peor para el sol” que malgastó aquella noche, que le sonreí a un “Pirata cojo” y que al final de una cautivadora velada brindé con la “Viudita de Clicquot” a la luz de una “Noche de bodas”.

lunes, 10 de mayo de 2010

Camino, viento y libertad



La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida.
Miguel de Cervantes Saavedra


De camino por la autopista: San José-Caldera, mis ideas acerca del viaje hacia El Rincón de la Vieja, no eran muy convincentes. No estaba tan emocionada como el resto de mi familia; no había logrado dejar de lado los problemas “citadinos” que me embargaban esa semana. -¡No tengo ganas de ir!- lo repetí varias veces.

Más de tres horas de viaje, y el calor ya me estaba empezando a sofocar. ¿ Falta mucho?. Un viernes a las ocho de la noche: grillos, oscuridad y unas cuantas luces, era el primer paisaje que se me presentaba. -En San José sería otra cosa- no dejaba de pensar.

-¡Llegamos!-. Desempaqué las “cuantas” cosas que suelo cargar en la maleta, (como cualquier otra mujer), y agotada por el viaje no dudé en dejarme llevar por Morfeo. El viento se escuchaba a través de las hojas, su sonido era tenue pero su presencia era permanente.

Siete de la mañana, era hora de tomar el desayuno. Abrí la puerta de la habitación y por primera vez, aquellos pensamientos ortodoxos que pasaban por mi cabeza se detuvieron; no pude dejar de contemplar la mañana guanacasteca que tenía al frente. – ¿Así serán todos los amaneceres?- sonreí.

Era tiempo de una caminata: verde, insectos, terciopelos y tal vez arañas. Eso decía mi hermano que nos esperaría. Lo admito, me asustaba mucho la idea de encontrarme con especies poco simpáticas para mi gusto, pero bueno, me sentía segura con mi familia.

El camino estaba rodeado de árboles viejos, de raíces fuertes, como si se hubiesen aferrado a la tierra, atándose a su espacio perpetuamente. Las mariposas con alas azules aparecían esporádicamente, no se querían dejar fotografiar, tal vez añoraban que simplemente fuesen recordadas, como un arte majestuoso de la naturaleza.

Qué mágico, mis pulmones llenos de aire puro, otra vez el viento me acompañaba, igual de silencioso, pero parecía que sus dedos me hacían cosquillas en las piernas, o tal vez eran los zancudos. Aquella agotadora caminata nos ofreció como una anfitriona excepcional, una catarata que parecía un espejo, su color parecía reflejo del propio cielo.

Por primera vez desde hacía mucho tiempo, realmente me senté a pensar sobre lo que había hecho de mi vida. Aunque sonase a discurso retórico, sentía que durante muchos meses me había convertido en la esclava de mis obligaciones, complejos y anhelos. Que en alguna parte del camino, ese clásico “yo” se había perdió y no trataba de pedir ayuda.

-¡Libertad!- se puede respirar, qué extraña alegría, qué irónica se volvió esa palabra. Pero es que acaso no era libre antes. Podía ir y venir, decir lo que sentía. Por qué esa libertad me sabía diferente.

Era hora de regresar al hotel. Cuánto duraría el efecto de esa sensación que llevaba. –Me durará todo el camino- a ultranza quería que fuese así.

El verdor y la fuerza del viento, parecían los cómplices furtivos que trataban de motivarme; tanto así que mi terrible pánico a la señora “altura”, se transformó en coraje. Era momento para enfrentarla, como una amanoza lo haría.

-¡Uno, dos, tres, respiro profundo, uno, dos y tres!- Lista para el famoso cannopy:-¡libreee!- grité con ahínco.

Salí victoriosa, me le reí en la cara, un temor se había esfumado. Era uno menos en mi lista de los “miedos”. -¡A ver que venga el que sigue!- decía con una risilla pícara.

Caía la noche, el sereno era cálido pero la compañía lo era aún más; y entre sonidos de marimba y cuerdas de guitarra, aquella aventura terminaba, pero el ánimo de triunfo era el mismo. Me había encontrado. En alguna parte de mi propia ruta, sin querer dejé señales, sin embargo, una gran piedra las estaba tapando.

Con el calor de otra mañana, el viento me daba indicaciones que era el momento de marcharnos. De nuevo en la carretera, con mis audífonos puestos, aquella frase de Sabina, retumbaba en mi mente: “Al lugar donde has sido feliz no deberías tratar de volver”, la tatareaba pero no compartía esa idea, al contrario, ansiosamente la modificaba un poco: “al lugar donde se ha sido libre y feliz, se debería volver cien veces”.

sábado, 17 de abril de 2010

Una calle llamada negocio

Todos los días, debo recorrer la famosa Avenida Central. Matices, gente y tiendas, son parte del panorama que ella me ofrece. Sin embargo no hace mucho esa gran “calle” se ha vuelto intransitable; los famosos vendedores ambulantes la han tomado como propia y sus múltiples productos ya no dejan ver el asfalto.

Quienes debemos caminar por allí, nos sentimos sofocados por esas voces chillonas, que nos ofrecen infinidad de productos sin marca conocida. Desde la última película que no ha sido estrenada en el cine, hasta productos de belleza, son parte del repertorio que se encuentra en las bolsas plásticas que utilizan como mostradores, dignos de cualquier tienda.

Si antes era inseguro y peligroso transitar por tan conocido bulevar, en estos días, el susto y la intriga corre por aquellas almas que deben pasar por ahí; pero cómo no sentirlo si cada cinco minutos surgen los enfrentamientos disímiles entre ambulantes y policías municipales, ya que en las calles los vendedores doblan en número a los vigilantes de la ciudad.

Es comprensible que en tiempos tan difíciles, las personas busquen formas de salir adelante, y no dudo que muchos de estos vendedores lo harán con ese fin, sin embargo, este problema también se ha convertido en un negocio redondo para otros: ticos o no ticos, han logrado ocupar el espacio público, coronándose como amos y señores de la capital.

Pese al trabajo que las autoridades han realizado para erradicar dicho conflicto, no ha sido suficiente para vencer a quienes alteran el orden y la ley. Nada detiene el hambre de “comercio” que invade las calles.

No sé si una ley fuerte ayude, o contratar más policías sea la mejor solución, no soy autoridad, no tengo la fórmula secreta que aliviane esta carga social. Pero sí puedo hacer algo: decidí no ser partícipe de este negocio.

No quiero ser cómplice al comprar productos que no sé de dónde vienen y con qué fin los están vendiendo. Tal vez este voto de protesta ayude a marcar un alto en el camino; a lo mejor hay otros allá afuera que también quieren caminar por la Avenida Central sin tener que tropezarse con algo que precisamente no será una piedra.

viernes, 2 de abril de 2010

Amigos de ficcióm

En el año 2005, Mark Zuckerberg., estudiante universitario de Harvard, creó un sitio web con el fin de poder comunicarse con sus compañeros de clase, pero su ingeniosa idea no quedó en un simple experimento; de una forma veloz su “creación” se ha transformado en una de las redes sociales más importantes del mundo virtual: el Facebook.
Ahora, “casi” todas las personas que tienen la posibilidad de acceder a la internet, se han convertido en seguidoras de este sitio. Todos son “amigos” del Facebook; desde un presidente, un jefe de estado, un músico, hasta un estudiante que asiste al colegio, han adoptado este medio social, como parte de sus necesidades diarias.
Nuestro país no escapa de este fenómeno, más de medio millón de costarricenses se han unido a este grupo, y lo han convertido en una posibilidad para tener algún tipo de amistad.
Sin embargo, parece contradictorio cómo nos denominamos “amigos” o amigas” en el Facebook, cuando en la vida cotidiana, nos comportamos como simples “conocidas o conocidos” de alguien.
Agregamos a nuestra lista de “amistad” a personas con las que nuestra comunicación diaria se reduce a un sencillo: “¡Buenos días!”, pero gracias a las actualizaciones de sus perfiles nos enteramos si están contentas, tristes, preocupadas o sencillamente, enojadas con el universo.
De una u otra manera, esta red social ha logrado profanar el valioso significado de la amistad, convirtiendo a cualquier individuo en un “nuevo” amigo.
Ahora, una tarde de “café” entre compañeros ya no está en voga, para qué si podemos pactar una cita entre amigos para conversar a través del frío y distante “chat” de esta red social.

“El éxito de Facebook radica en tener 150 amigos. Eso es absurdo, ya que nadie los tiene en la vida real”; con esta frase del escritor y director argentino, Juan Faerman, quien publicó un análisis acerca de este fenómeno social mediante su libro “Faceboom”, se puede meditar, si de alguna manera hemos perdido de vista el significado que tiene el compartir una relación de amistad verdadera; inclusive, podríamos pensar que el tener más de cien “amigos” en “Facebook”, no nos convierte en personas más queridas por los demás.
Es posible que mediante esta red
”comunicativa”, hayamos creado una fantasía virtual, en la que por unas horas nos convertimos en los confidentes de alguien, pero luego, en lo cotidiano seguimos siendo los perfectos desconocidos de siempre.
Un escritor canadiense, contó a través de un escrito presentado en el “New York Times”, su experiencia al organizar una fiesta para sus 700 amigos de Facebook a la que finalmente asistió sólo una persona. Según cuenta el canadiense, remitió ciber-invitaciones a sus 700 “amigos”: 15 le dijeron que irían a su fiesta, 60 dijeron que quizás asistirían, y unos cientos le dijeron directamente que no; el resto ignoró su ofrecimiento y ni tan siquiera se molestaron en responderle.
Esa anécdota tan irónica refleja la otra cara del libro, la otra faz que no parece tan bonita, pero que existe y está latente: que en “facebookland”, como en cualquier libro de ficción, todo se convierte en una aventura interesante. Nos emociona saber que cada vez que acumulamos un amigo en nuestro perfil, los niveles de popularidad aumentan y eso nos convierte en personas más “importantes”, pero como al final de cada relato fantasioso, justo después de pasar la última hoja, simplemente retornamos a formar parte de un mundo más antagónico.

sábado, 6 de marzo de 2010

La indiferencia del hambre

“¡Gracias por preferirnos, lo esperamos pronto!”, esa fue la frase que me brindó la dependiente de un restaurante de comida rápida, luego de que frente a mis ojos, botara literalmente a la basura una orden de comida que no se logró vender en tres minutos.
Estoy segura que el platillo que se encontraba en esa bandeja hubiese tapado el hambre atrasada de algún estómago desamparado, o la sonrisa de un niño habría brotado de su rostro luego de haber consumido esa orden.
“No botarás comida”: si este hubiese sido el onceavo mandamiento, estos restaurantes estarían más que condenados, ya que por día se tira a la basura grandes cantidades de alimento en buenas condiciones, simplemente “porque cumplió su ciclo.”
Si bien es cierto, estos centros de comida, deben velar porque haya un alto nivel de higiene y una buena función en la manipulación de alimentos, no concibo que la única estrategia que utilicen sea abrir la tapa de un basurero y tirar la comida como si fuese material de desecho. No creo que sea por falta de ideas, simplemente porque es la forma más sencilla de solucionar las cosas.
No nos tenemos que ir a África para ver el hambre reflejada en el semblante de alguien, irónicamente en las puertas de esos locales, hay una persona pidiendo comida, esperando que algún alma bondadosa se apiade de ella y le brinde un poco de alimento. Aunque no sería de extrañarse porque ni sus propios empleados pueden consumir lo que producen: es mejor lanzar al cesto de basura aquello que no se venda.
En nuestro país transitan por las calles miles de indigentes deseosos por satisfacer su sed, cientos de albergues que no siempre tienen suficiente

comida para repartir, comedores infantiles que reciben diariamente a miles de niños que sólo se alientan una vez al día. ¿Acaso estos ejemplos no son opciones válidas para aprovechar de una forma más consciente la comida?
La indiferencia es un mal que desintegra la sociedad. La ceguera ante el hambre de muchos, sólo aleja a aquellos que tienen la posibilidad de disminuirla de pertenecer a una generación más humana.

martes, 2 de marzo de 2010

Mis zapatillas de la suerte

Crónica de una persecución en la capital

Mis zapatillas de la suerte

Un típico miércoles en la noche, luego de la “u”, mi amiga Rosa me hacía “ride” hasta la esquina de “Subway”, cerca de Paseo Colón, para irme a tomar el bus que me llevaría de regreso a casa.
Eran las 8:45 p.m., me despedí de Rosa y empecé a caminar con mis zapatillas preferidas por la aceras grises de las calles de la ciudad capitalina, iba tranquilo, pero siempre pendiente de quien estaba a mi alrededor, es especial por esa esquina tan peligrosa, donde la personas preferirían no tener que pasar.

Al doblar aquella esquina, como a unos ocho metros, frente a mí, apareció un hombre de aspecto escuálido, vestido de negro, con un gorro simple y una nariz grande y puntiaguda, de inmediato pero de manera perspicaz, crucé la calle porque al otro lado la luz era más fuerte y me permitía ver mejor, pero el hombre empezó a caminar a la misma velocidad con la que empezaban a moverse mis zapatillas de la suerte.

A la mitad de la misma cuadra, apareció otro hombre, vestido de gris, flaco y con cabello largo, parecido al del “Jesucristo” que aparece en las películas que pasan en Semana Santa por la tele. En ese momento mis zapatillas negras y planas no pudieron caminar más despacio y empezaron a correr, los dos hombres hacían lo mismo para alcanzarme. No recuerdo todo lo que me iban gritando, lo poco que mis oídos llegaron a escuchar fue “Este hijueputa quiere correr”, gritaban como monos desesperados pidiendo comida.

Mis zapatos ya viejos por el paso de los años seguían corriendo mientras los nervios se iban apoderando poco a poco de mi ser, mi mente sólo tenía la idea firme de llegar a la esquina de “Yamunni”, ubicada sobre Avenida 10, en donde encontraría un taxi que me haría escapar de aquella situación tan tensa por la que estaba pasando.

Toda mi energía la enfocaba en mis pies, el resto de mi cuerpo estaba frío, el miedo logró meterse hasta en los tuétanos. La angustia que me invadía no me permitió ser precavido para cruzar las calles, no me fijaba si venía un carro o si la luz del semáforo estaba en verde, yo solo escuchaba el rechinar de mis zapatillas que cada vez corrían más

ligero, ellas sólo sentían la cercanía de los zapatos bruscos de aquellos maleantes.

Cuando llegué a la esquina de “Yamunni”, no podía creer lo que veían mis ojos, no había ni un solo taxi, ese era el caso típico en los que se aplica la “Ley de Morphy”, pero no había tiempo para detenerse y reprochar “mi mala suerte”, seguí corriendo unas dos cuadras más hacia el Este.

Mis zapatillas empezaron a cansarse, pero aún no era momento para detenerse, abracé mi bolso con fuerza y mis zapatos planos solo chocaban con las piedras que iban apareciendo por las calles frías de San José.

Cuando lentamente mis pies empezaban a frenar porque mi condición física y mi estado de nervios no me dejaban seguir corriendo con intensidad, la figura de otro hombre se presentó, quien percató lo que me estaba pasando y con un grito fuerte llamó a unos policías que por obra de magia aparecieron en el lugar, en ese momento mis zapatos dejaron de correr y el alma empezaba a regresar al lugar de donde había salido.

Aquellos hombres que me tuvieron con el corazón en la mano por más de cinco minutos, notaron que yo no estaba solo y de manera fugaz en medio de una oscuridad abrumadora los perseguidores se habían marchado.

Al fin me encontraba en aquella parada que tanto me había hecho correr, con mis piernas poseídas por el temblor de los nervios, empecé a contarle al señor que me había brindado su ayuda, toda la “tragedia” que me tocó vivir esa noche fría de noviembre.

Tomé el primer bus que pasó, pagué el “pase”, pude sentarme y descansar. Camino a mi casa mi mente no dejaba de recordar las noches que pasaba en mi pueblo, en donde mis zapatillas siempre caminaron despacio y tranquilas por las calles de San Vito de Coto Brus.
"Mujer que camina", paso a paso por la calles de los días normales, entre las escaleras de las ilusiones y tropezando contra las piedras de la incertidumbre, así transcurre el trayecto de una mujer que trata de construir su tan volátil paso por la vida.