martes, 2 de marzo de 2010

Mis zapatillas de la suerte

Crónica de una persecución en la capital

Mis zapatillas de la suerte

Un típico miércoles en la noche, luego de la “u”, mi amiga Rosa me hacía “ride” hasta la esquina de “Subway”, cerca de Paseo Colón, para irme a tomar el bus que me llevaría de regreso a casa.
Eran las 8:45 p.m., me despedí de Rosa y empecé a caminar con mis zapatillas preferidas por la aceras grises de las calles de la ciudad capitalina, iba tranquilo, pero siempre pendiente de quien estaba a mi alrededor, es especial por esa esquina tan peligrosa, donde la personas preferirían no tener que pasar.

Al doblar aquella esquina, como a unos ocho metros, frente a mí, apareció un hombre de aspecto escuálido, vestido de negro, con un gorro simple y una nariz grande y puntiaguda, de inmediato pero de manera perspicaz, crucé la calle porque al otro lado la luz era más fuerte y me permitía ver mejor, pero el hombre empezó a caminar a la misma velocidad con la que empezaban a moverse mis zapatillas de la suerte.

A la mitad de la misma cuadra, apareció otro hombre, vestido de gris, flaco y con cabello largo, parecido al del “Jesucristo” que aparece en las películas que pasan en Semana Santa por la tele. En ese momento mis zapatillas negras y planas no pudieron caminar más despacio y empezaron a correr, los dos hombres hacían lo mismo para alcanzarme. No recuerdo todo lo que me iban gritando, lo poco que mis oídos llegaron a escuchar fue “Este hijueputa quiere correr”, gritaban como monos desesperados pidiendo comida.

Mis zapatos ya viejos por el paso de los años seguían corriendo mientras los nervios se iban apoderando poco a poco de mi ser, mi mente sólo tenía la idea firme de llegar a la esquina de “Yamunni”, ubicada sobre Avenida 10, en donde encontraría un taxi que me haría escapar de aquella situación tan tensa por la que estaba pasando.

Toda mi energía la enfocaba en mis pies, el resto de mi cuerpo estaba frío, el miedo logró meterse hasta en los tuétanos. La angustia que me invadía no me permitió ser precavido para cruzar las calles, no me fijaba si venía un carro o si la luz del semáforo estaba en verde, yo solo escuchaba el rechinar de mis zapatillas que cada vez corrían más

ligero, ellas sólo sentían la cercanía de los zapatos bruscos de aquellos maleantes.

Cuando llegué a la esquina de “Yamunni”, no podía creer lo que veían mis ojos, no había ni un solo taxi, ese era el caso típico en los que se aplica la “Ley de Morphy”, pero no había tiempo para detenerse y reprochar “mi mala suerte”, seguí corriendo unas dos cuadras más hacia el Este.

Mis zapatillas empezaron a cansarse, pero aún no era momento para detenerse, abracé mi bolso con fuerza y mis zapatos planos solo chocaban con las piedras que iban apareciendo por las calles frías de San José.

Cuando lentamente mis pies empezaban a frenar porque mi condición física y mi estado de nervios no me dejaban seguir corriendo con intensidad, la figura de otro hombre se presentó, quien percató lo que me estaba pasando y con un grito fuerte llamó a unos policías que por obra de magia aparecieron en el lugar, en ese momento mis zapatos dejaron de correr y el alma empezaba a regresar al lugar de donde había salido.

Aquellos hombres que me tuvieron con el corazón en la mano por más de cinco minutos, notaron que yo no estaba solo y de manera fugaz en medio de una oscuridad abrumadora los perseguidores se habían marchado.

Al fin me encontraba en aquella parada que tanto me había hecho correr, con mis piernas poseídas por el temblor de los nervios, empecé a contarle al señor que me había brindado su ayuda, toda la “tragedia” que me tocó vivir esa noche fría de noviembre.

Tomé el primer bus que pasó, pagué el “pase”, pude sentarme y descansar. Camino a mi casa mi mente no dejaba de recordar las noches que pasaba en mi pueblo, en donde mis zapatillas siempre caminaron despacio y tranquilas por las calles de San Vito de Coto Brus.

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