“¡Gracias por preferirnos, lo esperamos pronto!”, esa fue la frase que me brindó la dependiente de un restaurante de comida rápida, luego de que frente a mis ojos, botara literalmente a la basura una orden de comida que no se logró vender en tres minutos.
Estoy segura que el platillo que se encontraba en esa bandeja hubiese tapado el hambre atrasada de algún estómago desamparado, o la sonrisa de un niño habría brotado de su rostro luego de haber consumido esa orden.
“No botarás comida”: si este hubiese sido el onceavo mandamiento, estos restaurantes estarían más que condenados, ya que por día se tira a la basura grandes cantidades de alimento en buenas condiciones, simplemente “porque cumplió su ciclo.”
Si bien es cierto, estos centros de comida, deben velar porque haya un alto nivel de higiene y una buena función en la manipulación de alimentos, no concibo que la única estrategia que utilicen sea abrir la tapa de un basurero y tirar la comida como si fuese material de desecho. No creo que sea por falta de ideas, simplemente porque es la forma más sencilla de solucionar las cosas.
No nos tenemos que ir a África para ver el hambre reflejada en el semblante de alguien, irónicamente en las puertas de esos locales, hay una persona pidiendo comida, esperando que algún alma bondadosa se apiade de ella y le brinde un poco de alimento. Aunque no sería de extrañarse porque ni sus propios empleados pueden consumir lo que producen: es mejor lanzar al cesto de basura aquello que no se venda.
En nuestro país transitan por las calles miles de indigentes deseosos por satisfacer su sed, cientos de albergues que no siempre tienen suficiente
comida para repartir, comedores infantiles que reciben diariamente a miles de niños que sólo se alientan una vez al día. ¿Acaso estos ejemplos no son opciones válidas para aprovechar de una forma más consciente la comida?
La indiferencia es un mal que desintegra la sociedad. La ceguera ante el hambre de muchos, sólo aleja a aquellos que tienen la posibilidad de disminuirla de pertenecer a una generación más humana.
"Aquí no hay extraños sólo amigos con quienes aún no nos hemos encontrado"
sábado, 6 de marzo de 2010
martes, 2 de marzo de 2010
Mis zapatillas de la suerte
Crónica de una persecución en la capital
Mis zapatillas de la suerte
Un típico miércoles en la noche, luego de la “u”, mi amiga Rosa me hacía “ride” hasta la esquina de “Subway”, cerca de Paseo Colón, para irme a tomar el bus que me llevaría de regreso a casa.
Eran las 8:45 p.m., me despedí de Rosa y empecé a caminar con mis zapatillas preferidas por la aceras grises de las calles de la ciudad capitalina, iba tranquilo, pero siempre pendiente de quien estaba a mi alrededor, es especial por esa esquina tan peligrosa, donde la personas preferirían no tener que pasar.
Al doblar aquella esquina, como a unos ocho metros, frente a mí, apareció un hombre de aspecto escuálido, vestido de negro, con un gorro simple y una nariz grande y puntiaguda, de inmediato pero de manera perspicaz, crucé la calle porque al otro lado la luz era más fuerte y me permitía ver mejor, pero el hombre empezó a caminar a la misma velocidad con la que empezaban a moverse mis zapatillas de la suerte.
A la mitad de la misma cuadra, apareció otro hombre, vestido de gris, flaco y con cabello largo, parecido al del “Jesucristo” que aparece en las películas que pasan en Semana Santa por la tele. En ese momento mis zapatillas negras y planas no pudieron caminar más despacio y empezaron a correr, los dos hombres hacían lo mismo para alcanzarme. No recuerdo todo lo que me iban gritando, lo poco que mis oídos llegaron a escuchar fue “Este hijueputa quiere correr”, gritaban como monos desesperados pidiendo comida.
Mis zapatos ya viejos por el paso de los años seguían corriendo mientras los nervios se iban apoderando poco a poco de mi ser, mi mente sólo tenía la idea firme de llegar a la esquina de “Yamunni”, ubicada sobre Avenida 10, en donde encontraría un taxi que me haría escapar de aquella situación tan tensa por la que estaba pasando.
Toda mi energía la enfocaba en mis pies, el resto de mi cuerpo estaba frío, el miedo logró meterse hasta en los tuétanos. La angustia que me invadía no me permitió ser precavido para cruzar las calles, no me fijaba si venía un carro o si la luz del semáforo estaba en verde, yo solo escuchaba el rechinar de mis zapatillas que cada vez corrían más
ligero, ellas sólo sentían la cercanía de los zapatos bruscos de aquellos maleantes.
Cuando llegué a la esquina de “Yamunni”, no podía creer lo que veían mis ojos, no había ni un solo taxi, ese era el caso típico en los que se aplica la “Ley de Morphy”, pero no había tiempo para detenerse y reprochar “mi mala suerte”, seguí corriendo unas dos cuadras más hacia el Este.
Mis zapatillas empezaron a cansarse, pero aún no era momento para detenerse, abracé mi bolso con fuerza y mis zapatos planos solo chocaban con las piedras que iban apareciendo por las calles frías de San José.
Cuando lentamente mis pies empezaban a frenar porque mi condición física y mi estado de nervios no me dejaban seguir corriendo con intensidad, la figura de otro hombre se presentó, quien percató lo que me estaba pasando y con un grito fuerte llamó a unos policías que por obra de magia aparecieron en el lugar, en ese momento mis zapatos dejaron de correr y el alma empezaba a regresar al lugar de donde había salido.
Aquellos hombres que me tuvieron con el corazón en la mano por más de cinco minutos, notaron que yo no estaba solo y de manera fugaz en medio de una oscuridad abrumadora los perseguidores se habían marchado.
Al fin me encontraba en aquella parada que tanto me había hecho correr, con mis piernas poseídas por el temblor de los nervios, empecé a contarle al señor que me había brindado su ayuda, toda la “tragedia” que me tocó vivir esa noche fría de noviembre.
Tomé el primer bus que pasó, pagué el “pase”, pude sentarme y descansar. Camino a mi casa mi mente no dejaba de recordar las noches que pasaba en mi pueblo, en donde mis zapatillas siempre caminaron despacio y tranquilas por las calles de San Vito de Coto Brus.
Mis zapatillas de la suerte
Un típico miércoles en la noche, luego de la “u”, mi amiga Rosa me hacía “ride” hasta la esquina de “Subway”, cerca de Paseo Colón, para irme a tomar el bus que me llevaría de regreso a casa.
Eran las 8:45 p.m., me despedí de Rosa y empecé a caminar con mis zapatillas preferidas por la aceras grises de las calles de la ciudad capitalina, iba tranquilo, pero siempre pendiente de quien estaba a mi alrededor, es especial por esa esquina tan peligrosa, donde la personas preferirían no tener que pasar.
Al doblar aquella esquina, como a unos ocho metros, frente a mí, apareció un hombre de aspecto escuálido, vestido de negro, con un gorro simple y una nariz grande y puntiaguda, de inmediato pero de manera perspicaz, crucé la calle porque al otro lado la luz era más fuerte y me permitía ver mejor, pero el hombre empezó a caminar a la misma velocidad con la que empezaban a moverse mis zapatillas de la suerte.
A la mitad de la misma cuadra, apareció otro hombre, vestido de gris, flaco y con cabello largo, parecido al del “Jesucristo” que aparece en las películas que pasan en Semana Santa por la tele. En ese momento mis zapatillas negras y planas no pudieron caminar más despacio y empezaron a correr, los dos hombres hacían lo mismo para alcanzarme. No recuerdo todo lo que me iban gritando, lo poco que mis oídos llegaron a escuchar fue “Este hijueputa quiere correr”, gritaban como monos desesperados pidiendo comida.
Mis zapatos ya viejos por el paso de los años seguían corriendo mientras los nervios se iban apoderando poco a poco de mi ser, mi mente sólo tenía la idea firme de llegar a la esquina de “Yamunni”, ubicada sobre Avenida 10, en donde encontraría un taxi que me haría escapar de aquella situación tan tensa por la que estaba pasando.
Toda mi energía la enfocaba en mis pies, el resto de mi cuerpo estaba frío, el miedo logró meterse hasta en los tuétanos. La angustia que me invadía no me permitió ser precavido para cruzar las calles, no me fijaba si venía un carro o si la luz del semáforo estaba en verde, yo solo escuchaba el rechinar de mis zapatillas que cada vez corrían más
ligero, ellas sólo sentían la cercanía de los zapatos bruscos de aquellos maleantes.
Cuando llegué a la esquina de “Yamunni”, no podía creer lo que veían mis ojos, no había ni un solo taxi, ese era el caso típico en los que se aplica la “Ley de Morphy”, pero no había tiempo para detenerse y reprochar “mi mala suerte”, seguí corriendo unas dos cuadras más hacia el Este.
Mis zapatillas empezaron a cansarse, pero aún no era momento para detenerse, abracé mi bolso con fuerza y mis zapatos planos solo chocaban con las piedras que iban apareciendo por las calles frías de San José.
Cuando lentamente mis pies empezaban a frenar porque mi condición física y mi estado de nervios no me dejaban seguir corriendo con intensidad, la figura de otro hombre se presentó, quien percató lo que me estaba pasando y con un grito fuerte llamó a unos policías que por obra de magia aparecieron en el lugar, en ese momento mis zapatos dejaron de correr y el alma empezaba a regresar al lugar de donde había salido.
Aquellos hombres que me tuvieron con el corazón en la mano por más de cinco minutos, notaron que yo no estaba solo y de manera fugaz en medio de una oscuridad abrumadora los perseguidores se habían marchado.
Al fin me encontraba en aquella parada que tanto me había hecho correr, con mis piernas poseídas por el temblor de los nervios, empecé a contarle al señor que me había brindado su ayuda, toda la “tragedia” que me tocó vivir esa noche fría de noviembre.
Tomé el primer bus que pasó, pagué el “pase”, pude sentarme y descansar. Camino a mi casa mi mente no dejaba de recordar las noches que pasaba en mi pueblo, en donde mis zapatillas siempre caminaron despacio y tranquilas por las calles de San Vito de Coto Brus.
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