miércoles, 23 de julio de 2014

Bitácora de una travesía

            “No vayas a creer lo que te cuentan del mundo, en realidad el mundo es incontable”, así recita un poema de Mario Benedetti,  lo he leído, escrito en papel como frase célebre y vuelto a releer porque siempre he creído  que existe un efecto maravilloso entre lo que se imagina y lo que se vive. El  mundo es un lugar muy pequeño en las narraciones del hombre e  inmenso en los libros de literatura, pero hay un mundo que se palpa, se come, se huele y se recorre con zapatos nuevos, viejos, inclusive con medias rotas.
            Gracias al efecto de la cotidianeidad consumada, creía que “cruzar el charco”  era una posibilidad para una  mujer entrada en los cuarenta que alguna vez pretendo ser, pero en los planes perfectos de mi creador, los “veintes” serían la época para enterarme que salir del país del cual nunca me había alejado más de cien metros, era más que una experiencia de cultura o placer, era encontrar pedazos de tierra poblados por costumbres, sonidos, miradas y un sinfín de curiosidades.
            Madrid, París, Ámsterdam, Zúrich y Edimburgo. Cinco capitales, cinco formas, figuras, idiomas. Calles de adoquines, los metros, las maletas, los vecinos de asiento que a lo mejor estaban tan sorprendidos como yo de ver pieles tan diferentes. Ese cielo de verano tan cerca de todo, edificios altos y  elegantes como los señores que sacan a pasear a sus perros.
Ni el avión,  ni los aeropuertos, ni  las voces o la comida me habían mostrado que ya no estaba tan cerca de mi país, hasta que el umbral entre las gradas de la estación del metro y la luz recién aparecida de la tarde de París me cachetearon: ¡Llegué! Un euro con cincuenta, ese es el precio que pagué por un pedacito de repostería, no sé cómo se llamaba aquel conjunto de mezcla pegajosa, pero su sabor será  para mí como la magdalena de Proust: miel y naranja.
            Artistas cantando en calles, trenes, esquinas, con acordeones, gaitas, violines, entre los puestos de comida y las ventas de chucherías, acompañados de manifestantes, musulmanes recitando  el Corán y miles de flashes sorprendidos.
            Aquel caballero que temblaba no porque le asustara mi presencia o no conociera la ruta a la que yo no sabía llegar, si no que era  víctima de algún padecimiento que le impedía mantener la quietud, pero no la amabilidad con la que me explicaba como llegar. Dinero en todas las monedas, billetes, valores y consumos.
Pequeñita, un alma pequeñita, así me sentía, una mujer con zapatos de color beige y unos lentes para salir bien en las fotos. Palacios, estatuas, castillos y montañas estaban detrás de cada uno de mis “selfies”. Me consumía la idea de tener cerca a una señora tan famosa: La Torre Eiffel. Conocernos no sería más el cuadro que tengo en mi cuarto o el broche  que me regalaron para mi cumpleaños. Ahí estaba, cerquita, casi de la mano, pero más que verla desde abajo como hormiga o desde el frente fue ese momento en que se asomó por mi hombro derecho, entre el Río Sena y la estatua de un ángel enamorado.
            Amé extrañar a Costa Rica, el precio de las manzanas y los bananos, crear comparaciones  de lo bueno y lo feo, amé encontrar cuán grande puede ser la capacidad de aventura que alberga un cuerpo, me encantó tener piernas fuertes para sostener tanta emoción y suelas casi mágicas que me hicieron alzar un poco los pies de la tierra.

            Por fin, no lo leí en ninguna parte, no me lo contaron. Attraversiamo

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