“No vayas a creer
lo que te cuentan del mundo, en realidad el mundo es incontable”, así recita
un poema de Mario Benedetti, lo he
leído, escrito en papel como frase célebre y vuelto a releer porque siempre he creído
que existe un efecto maravilloso entre
lo que se imagina y lo que se vive. El mundo es un lugar muy pequeño en las
narraciones del hombre e inmenso en los
libros de literatura, pero hay un mundo que se palpa, se come, se huele y se
recorre con zapatos nuevos, viejos, inclusive con medias rotas.
Gracias al efecto de la cotidianeidad consumada, creía
que “cruzar el charco” era una
posibilidad para una mujer entrada en
los cuarenta que alguna vez pretendo ser, pero en los planes perfectos de mi creador,
los “veintes” serían la época para enterarme que salir del país del cual nunca
me había alejado más de cien metros, era más que una experiencia de cultura o
placer, era encontrar pedazos de tierra poblados por costumbres, sonidos,
miradas y un sinfín de curiosidades.
Madrid, París, Ámsterdam, Zúrich y Edimburgo. Cinco
capitales, cinco formas, figuras, idiomas. Calles de adoquines, los metros, las
maletas, los vecinos de asiento que a lo mejor estaban tan sorprendidos como yo
de ver pieles tan diferentes. Ese cielo de verano tan cerca de todo, edificios
altos y elegantes como los señores que
sacan a pasear a sus perros.
Ni
el avión, ni los aeropuertos, ni las voces o la comida me habían mostrado que
ya no estaba tan cerca de mi país, hasta que el umbral entre las gradas de la
estación del metro y la luz recién aparecida de la tarde de París me
cachetearon: ¡Llegué! Un euro con cincuenta, ese es el precio que pagué por un
pedacito de repostería, no sé cómo se llamaba aquel conjunto de mezcla
pegajosa, pero su sabor será para mí como
la magdalena de Proust: miel y naranja.
Artistas cantando en calles, trenes, esquinas, con
acordeones, gaitas, violines, entre los puestos de comida y las ventas de
chucherías, acompañados de manifestantes, musulmanes recitando el Corán y miles de flashes sorprendidos.
Aquel caballero que temblaba no porque le asustara mi
presencia o no conociera la ruta a la que yo no sabía llegar, si no que era víctima de algún padecimiento que le impedía
mantener la quietud, pero no la amabilidad con la que me explicaba como llegar.
Dinero en todas las monedas, billetes, valores y consumos.
Amé extrañar a Costa Rica, el precio de las manzanas y
los bananos, crear comparaciones de lo
bueno y lo feo, amé encontrar cuán grande puede ser la capacidad de aventura
que alberga un cuerpo, me encantó tener piernas fuertes para sostener tanta
emoción y suelas casi mágicas que me hicieron alzar un poco los pies de la
tierra.
Por fin, no lo leí en ninguna parte, no me lo contaron. Attraversiamo
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