Una amiga me escribió un mensaje: “dicen que atropellaron a Marito Mortadela”. Se me arrugó el corazón y un icono de carita triste fue mi respuesta. Él, para mí, más que un icono famoso de las calles josefinas, es parte de una de las lecciones de vida más importantes que tengo.
A Marito, siempre lo veo, hasta tenemos una foto juntos. Todos los sábados tengo que levantarme temprano para ir a clases de inglés, en la Universidad de Costa Rica. No tengo carro, por eso debo bajarme en la “Coca” y caminar por la Avenida Central para ir a tomar los buses que llevan a San Pedro. A las seis y media de la mañana siempre me lo encuentro, lo saludo y sigo. Pero un sábado de tantos, decidí invitarlo al desayuno. Qué es un pancito dulce y un fresquito.
Me lo encontré, de espaldas, recién bañado, camisita roja, “afinando” su guitarra y dejándose acalorar por el sol. Le toqué el hombro, le dije con voz madrugona: “¡Buenos días Marito, tome para que desayune!”. El “niño” con arruguitas y labios resecos, me sonrío, me abrazó y me tiró un beso. Pero eso fue sólo el preámbulo del ritual humano que me regaló esa mañana. Se quitó la gorra, se rascó la cabeza y me dijo: “muchacha ¿Cómo se llama usted?
Raquel, le contesté. “Pues, Raquel ¡Qué Dios te bendiga!”
Si, ese de voz ronqueta, a quien alguna vez el periódico La Nación le hizo un reportaje acerca de su historia, el hombrecito que a su modo “entona” melodías, no me preguntó, de dónde venía, en qué trabajaba o qué me gustaba hacer. Tampoco, se refirió a mí con algún adjetivo. Sólo me preguntó mi nombre.
Luego de que me bendijera, lo abracé de nuevo. Y como la “vieja” llorona que suelo ser, mientras llegaba a la parada de San Pedro, entre una sonrisa y una lágrima, recordé que mi mamá siempre decía que Dios nos llama por nuestro nombre. Y así fue.
Estoy segura que Marito sabe que yo soy su hermana, porque tenemos un mismo Padre. Él ama a los suyos. Les sonríe, y hasta los llama por su nombre. No los etiqueta, no los juzga. Pero nosotros, los hermanos “mayores” tenemos unos lentes oscuros tan profundos que ignoramos al resto de “maritos” que nos topamos.
No me importa que suene a cliché. Ese día, Mario Gilberto Solano Quirós, me enseñó que podrá tener el tarrito blanco vacío, pero llenito el corazón.
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