jueves, 13 de mayo de 2010

¡Eh Sabina!


“Hice un solo desafinado con las cenizas del amor las verbenas del pasado cangrenan el corazón”; con su voz ronca, apariencia escuálida, y su típico bombín, el Genio de Úbeda salió al escenario a las 8:32 de la noche para empezar una velada, que quienes la esperamos por más de cinco meses, inclusive años, sabíamos que sería auténtica y llena de sentimientos encontrados.

Durante las horas de larga fila, no se dejaban de escuchar los coros de las melodías del “Flaco”, no importaban las caras, los acentos, el vestuario o la intensión que llevaban los “sabineros” esa noche, todos al unísono añoraban el momento en donde le podrían aplaudir al “hombre del traje gris” y acariciar cada estrofa y saborearla como a un buen vino tinto.

¡Gracias a la vida!, la fortuna me sonreía, estaba disfrutando tan cerca de esa muestra de buen arte y deleite musical, tenía frente a mí al hombre que con sus canciones, en distintos momentos de mi fábula construían una fragmento. Ahí estaba tan aferrado a su guitarra y acompañado de sus músicos, que al igual que él eran extravagantes, pero sin duda igual de intensos y amantes de la bohemia y una que otra anécdota.

Un piano, un bajo, más de una guitarra, voces masculinas encantadoras y la voz sensual de una mujer fueron parte de su noche, de la noche de todos sus admiradores. Entre poemas, ocurrencias, frases sobre la vida y el amor, Sabina más que ofrecer lo que tenía , nos daba la impresión de que recibía aquellos aplausos y coros con tanta gratitud, que no se guardaba nada para sí mismo; dejó salir lo mejor de su música, su gracia y su acostumbrado tono irreverente.

Fue un acto de reciprocidad, todos nos dimos por complacidos, y cuando menciono con propiedad “todos”, no es por adueñarme de la palabra de los demás, pero con lo que observé esa noche, era tan palpable contemplar tales emociones. Podríamos haber cantado por horas, qué importa, queríamos que nos dieran las diez, las once, las doce, la una, las dos y las tres, viviendo fervorosamente aquella ilusión que nos embarga plenamente.

Aquella sonrisa pícara que se reflejaba en el escenario, era muestra de que el intérprete de “Tiramisú de Limón”, no quería dejar de cantar y hacer más de un ademán para que su público no dejase de vibrar con cada acorde y melodía. El juego de luces, el calor del momento y los incrédulos instantes del cercano final, sólo nos dejaban abrazar las últimas canciones para poder soñarlas al regresar a casa, luego de una función exquisita.

Irremediablemente, aquel concierto se convirtió en parte de las historias de juventud, que he de contarle a mis amigos y amigas en alguna noche de bohemia y usanzas. Tal vez contaré que “Peor para el sol” que malgastó aquella noche, que le sonreí a un “Pirata cojo” y que al final de una cautivadora velada brindé con la “Viudita de Clicquot” a la luz de una “Noche de bodas”.

lunes, 10 de mayo de 2010

Camino, viento y libertad



La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierran la tierra y el mar: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida.
Miguel de Cervantes Saavedra


De camino por la autopista: San José-Caldera, mis ideas acerca del viaje hacia El Rincón de la Vieja, no eran muy convincentes. No estaba tan emocionada como el resto de mi familia; no había logrado dejar de lado los problemas “citadinos” que me embargaban esa semana. -¡No tengo ganas de ir!- lo repetí varias veces.

Más de tres horas de viaje, y el calor ya me estaba empezando a sofocar. ¿ Falta mucho?. Un viernes a las ocho de la noche: grillos, oscuridad y unas cuantas luces, era el primer paisaje que se me presentaba. -En San José sería otra cosa- no dejaba de pensar.

-¡Llegamos!-. Desempaqué las “cuantas” cosas que suelo cargar en la maleta, (como cualquier otra mujer), y agotada por el viaje no dudé en dejarme llevar por Morfeo. El viento se escuchaba a través de las hojas, su sonido era tenue pero su presencia era permanente.

Siete de la mañana, era hora de tomar el desayuno. Abrí la puerta de la habitación y por primera vez, aquellos pensamientos ortodoxos que pasaban por mi cabeza se detuvieron; no pude dejar de contemplar la mañana guanacasteca que tenía al frente. – ¿Así serán todos los amaneceres?- sonreí.

Era tiempo de una caminata: verde, insectos, terciopelos y tal vez arañas. Eso decía mi hermano que nos esperaría. Lo admito, me asustaba mucho la idea de encontrarme con especies poco simpáticas para mi gusto, pero bueno, me sentía segura con mi familia.

El camino estaba rodeado de árboles viejos, de raíces fuertes, como si se hubiesen aferrado a la tierra, atándose a su espacio perpetuamente. Las mariposas con alas azules aparecían esporádicamente, no se querían dejar fotografiar, tal vez añoraban que simplemente fuesen recordadas, como un arte majestuoso de la naturaleza.

Qué mágico, mis pulmones llenos de aire puro, otra vez el viento me acompañaba, igual de silencioso, pero parecía que sus dedos me hacían cosquillas en las piernas, o tal vez eran los zancudos. Aquella agotadora caminata nos ofreció como una anfitriona excepcional, una catarata que parecía un espejo, su color parecía reflejo del propio cielo.

Por primera vez desde hacía mucho tiempo, realmente me senté a pensar sobre lo que había hecho de mi vida. Aunque sonase a discurso retórico, sentía que durante muchos meses me había convertido en la esclava de mis obligaciones, complejos y anhelos. Que en alguna parte del camino, ese clásico “yo” se había perdió y no trataba de pedir ayuda.

-¡Libertad!- se puede respirar, qué extraña alegría, qué irónica se volvió esa palabra. Pero es que acaso no era libre antes. Podía ir y venir, decir lo que sentía. Por qué esa libertad me sabía diferente.

Era hora de regresar al hotel. Cuánto duraría el efecto de esa sensación que llevaba. –Me durará todo el camino- a ultranza quería que fuese así.

El verdor y la fuerza del viento, parecían los cómplices furtivos que trataban de motivarme; tanto así que mi terrible pánico a la señora “altura”, se transformó en coraje. Era momento para enfrentarla, como una amanoza lo haría.

-¡Uno, dos, tres, respiro profundo, uno, dos y tres!- Lista para el famoso cannopy:-¡libreee!- grité con ahínco.

Salí victoriosa, me le reí en la cara, un temor se había esfumado. Era uno menos en mi lista de los “miedos”. -¡A ver que venga el que sigue!- decía con una risilla pícara.

Caía la noche, el sereno era cálido pero la compañía lo era aún más; y entre sonidos de marimba y cuerdas de guitarra, aquella aventura terminaba, pero el ánimo de triunfo era el mismo. Me había encontrado. En alguna parte de mi propia ruta, sin querer dejé señales, sin embargo, una gran piedra las estaba tapando.

Con el calor de otra mañana, el viento me daba indicaciones que era el momento de marcharnos. De nuevo en la carretera, con mis audífonos puestos, aquella frase de Sabina, retumbaba en mi mente: “Al lugar donde has sido feliz no deberías tratar de volver”, la tatareaba pero no compartía esa idea, al contrario, ansiosamente la modificaba un poco: “al lugar donde se ha sido libre y feliz, se debería volver cien veces”.