
“Hice un solo desafinado con las cenizas del amor las verbenas del pasado cangrenan el corazón”; con su voz ronca, apariencia escuálida, y su típico bombín, el Genio de Úbeda salió al escenario a las 8:32 de la noche para empezar una velada, que quienes la esperamos por más de cinco meses, inclusive años, sabíamos que sería auténtica y llena de sentimientos encontrados.
Durante las horas de larga fila, no se dejaban de escuchar los coros de las melodías del “Flaco”, no importaban las caras, los acentos, el vestuario o la intensión que llevaban los “sabineros” esa noche, todos al unísono añoraban el momento en donde le podrían aplaudir al “hombre del traje gris” y acariciar cada estrofa y saborearla como a un buen vino tinto.
¡Gracias a la vida!, la fortuna me sonreía, estaba disfrutando tan cerca de esa muestra de buen arte y deleite musical, tenía frente a mí al hombre que con sus canciones, en distintos momentos de mi fábula construían una fragmento. Ahí estaba tan aferrado a su guitarra y acompañado de sus músicos, que al igual que él eran extravagantes, pero sin duda igual de intensos y amantes de la bohemia y una que otra anécdota.
Un piano, un bajo, más de una guitarra, voces masculinas encantadoras y la voz sensual de una mujer fueron parte de su noche, de la noche de todos sus admiradores. Entre poemas, ocurrencias, frases sobre la vida y el amor, Sabina más que ofrecer lo que tenía , nos daba la impresión de que recibía aquellos aplausos y coros con tanta gratitud, que no se guardaba nada para sí mismo; dejó salir lo mejor de su música, su gracia y su acostumbrado tono irreverente.
Fue un acto de reciprocidad, todos nos dimos por complacidos, y cuando menciono con propiedad “todos”, no es por adueñarme de la palabra de los demás, pero con lo que observé esa noche, era tan palpable contemplar tales emociones. Podríamos haber cantado por horas, qué importa, queríamos que nos dieran las diez, las once, las doce, la una, las dos y las tres, viviendo fervorosamente aquella ilusión que nos embarga plenamente.
Aquella sonrisa pícara que se reflejaba en el escenario, era muestra de que el intérprete de “Tiramisú de Limón”, no quería dejar de cantar y hacer más de un ademán para que su público no dejase de vibrar con cada acorde y melodía. El juego de luces, el calor del momento y los incrédulos instantes del cercano final, sólo nos dejaban abrazar las últimas canciones para poder soñarlas al regresar a casa, luego de una función exquisita.
Irremediablemente, aquel concierto se convirtió en parte de las historias de juventud, que he de contarle a mis amigos y amigas en alguna noche de bohemia y usanzas. Tal vez contaré que “Peor para el sol” que malgastó aquella noche, que le sonreí a un “Pirata cojo” y que al final de una cautivadora velada brindé con la “Viudita de Clicquot” a la luz de una “Noche de bodas”.