jueves, 15 de julio de 2010

El último de los caballeros

Subir y bajar de un autobús es un patrón habitual en mis días. Encontrar un lugar para sentarse, mientras “viajo” en tan aglomerado medio de transporte, en especial en las comunes horas pico es toda una tragedia griega.

Sin embargo, en uno de tantos caminos recorridos, las monedas del destino jugarían diferente. Un hombre cuyo rostro no me será posible recodar, pero que sin querer se convirtió en actor de un imborrable capítulo quijotesco de mi memoria.

Don Fulano levantándose de su asiento, me brindó su lugar sin excusa y para mi pálida impresión, sus palabras fueron dardos impetuosos para mis oídos: “¡pocos, pero quedamos!”.

Sin mucha rabieta tomé el lugar agradecida, y durante todo el recorrido conmemoré la existencia de una raza de seres que hace mucho no veía en las calles; hombres casi mitológicos, que formaban parte de las historias de ciencia ficción que me contaban mis abuelas. Esos, los tan codiciados caballeros.

No podía dejar de decirme a mi misma, que ese personaje formaba parte de alguna estirpe ancestral. Hubiese apostado que el hombre de traje viejo era prófugo de la tierra de los nobles relegados.

A lo mejor quería demostrarle a alguna fémina, que aún no era tiempo de perder las esperanzas. Me hizo sentir que en los recovecos de la ciudad, caminaba un mortal que había comido del fruto meloso de los dioses, y en sus venas llevaba el arma capaz de conquistar las batallas peleadas contra Afrodita.

Misteriosa alegría me deparó esa tarde de autobús. Entre una sonrisa trémula y mirada alentadora, mis afirmaciones sobre la muerte del último de los caballeros mantenían su sigilo y un inquebrantable augurio.